Por: Juan Daniel Correa Salazar
@juandanielcorrea
@musica_creativa_de_colombia
Diciembre 3 de 2020
Mima, me enseñaste a ser feliz y a disfrutar de lo bueno de la vida.
La semana pasada partiste de este mundo. Ahora, abuelita querida, eres una estrella que titila en las noches oscuras. No sabemos a ciencia cierta cuándo falleciste; en pleno siglo XXI la noticia nos llegó a través de teléfonos rotos.
El sensei, Daniel Correa Senior, mi papá, tu hijo, así lo expresó:
“Se fue mi mamá sin despedirse, lo cual no es raro; prefirió siempre la discreción…
En otras épocas, cuando éramos niños, era una fiesta verla llegar de la calle; adoración de mi papá que quería darle en todo momento un regalo; me decía mi taita: “hay que llevarle algo a su mamá” y terminábamos visitando la joyería. Le gustaba el vino blanco y los bailes, que nadie se quería perder; eran fiestas de antología, con orquestas reconocidas, me acuerdo de una, la dirigida por Manuel Martínez Pollit. El baile lo llevaba en las venas, por sus días de chiquita en Barranquilla donde dio sus primeros pasos. La recuerdo ahora, ¿Cómo no recordarla? (a la manera de la canción de Leonardo Fabio).
Le fascinaba el violín y el piano que interpretaban en el Yanuba de la calle 17 con carrera 7 del centro de Bogotá; tocaba el acordeón, y leía el chocolate (para vaticinar viajes y fortunas), jugaba cartas (canasta), con sus hermanas, su tía y su mamá; después jugó todo tipo de juegos con José Miguel y Juan Daniel… pero se fue sin despedirse.”
Así sucedió, sensei.
Mejor.
Jamás te olvidaré. El recuerdo es vivo, de tu vida viva, de tu carisma, tu gracia y tu estilo.
La música te corría por las venas. Gozaste, sobre manera, cuando en Las Ramblas, restaurante y bailadero emblemático de Bogotá, pudiste ver a la Gran Rondalla, de la que tanto nos hablaste, tocando esa canción de serenata que hoy expresa, mejor que nadie, lo que sentimos al saber que te fuiste:
¿Para qué amamos tanto en la vida…
…si, al fin y al cabo, todo se pierde?
El amor siendo el más bonito
Termina siempre
Al llegar la muerte
He conocido parejas
Jurándose amor eterno
Pero muy pronto llega el olvido
Y a uno la vida se le va primero
Por eso amor, yo te pido
Cuando llegue mi momento:
No me pongas flores blancas
Ni te me vistas de negro
Quiéreme ahora que estoy vivo
Llena mis labios de besos
¿Para qué llantos y rezos?
Si nada se siente después de muerto
Nada, Mima, nada se siente. Te quiero tal como eres, y siempre serás, mientras esté en esta tierra: ¡Viva en mi corazón!
Te fascinaban los bolos, en Unicentro, en el Salitre, en Miami, en Fort Lauderdale. Crecer de tu mano fue hacer moñona. Nómbrame el juego, y ahí estabas, barajando, organizando, tramando, soñando y haciendo soñar. Bingo, Carreras de Caballos, Rumi Continental, Ruta, Sabelotodo, Black Jack, Póker. No te acercabas a la ruleta, tenías claro que el casino algo le hacía a ese aparato para ganar y ganar a costa de los apostadores. En cambio, las maquinitas eran lo tuyo; te conquistabas la mente de los ayudantes de sala para obtener su confianza; y saber exactamente cuál máquina estaba “gorda”, alimentada de monedas y más monedas. Y a esa ibas a dar.
Cogiste varias veces el premio gordo: carros, camionetas, millones y millones. Me gustaría saber, como lo hacen los encantadores que revelan sus trucos si ¿eso venía después de gastar en el acumulado más de lo que invertiste o, Mimita, de verdad, siempre ganabas?
No te importaba, tampoco. Eras una jugadora de afición, y de profesión, como yo. Tenías claro hasta dónde podías llegar, llevabas tu plata en efectivo y nunca apostabas un peso más de lo que te propusiste.
¡Ay!, cómo me acuerdo de esa noche cuando me llevaste – por fin – al famoso Discovery, crucero que zarpaba del puerto de Fort Lauderdale los viernes y sábados y que, por las leyes federales de Estados Unidos, sólo podía abrir su casino una vez se encontrase en altamar. Acababa de cumplir mis 21; era un adulto aquí y en el mundo entero. Me diste 100 dólares, de los cuales gasté 25 en ese casino; y cuando me vi cayendo en picada, decidí salir a la pista de baile a ver a una banda en vivo y a tratar de conquistar a alguna incauta pasajera. Terminé gastándome la platica en el bar; y tú, en cambio, triunfaste de nuevo. Ganaras o perdieras, la vida te sonreía. Siempre estabas elegante, esbelta, formidable.
¡Ay!, Mimita, juega y haz jugar al cielo; más pronto que tarde te alcanzaré para que sigamos gozando sin tregua.
Lo tuyo era lo excelente, lo fenomenal:
Las Csárdás de Vittorio Monti, nada menos, te llenaban el alma en el Yanuba, en principio en el centro. Cuando lo pusieron en el norte, a cada ocasión que podías, nos llevabas a mi hermano y a mí. Te pedías un vino rosado, francés, y nos dejabas probarlo. Nos advertías, como lo hacías en el casino, que la clave está en hacer lo que uno quiere, lo que le nace; en arriesgarse, en tomar el chance; siempre y cuando no se pase, se controle; en que no cometa el exceso:
“Aguarde, mijito; ¡Aguarde!”
¡Ay!, y cuando sacabas el acordeón (lo vi hacerlo a lo sumo dos o tres veces) nuestro mundo giraba en torno a ti:
Funiculí, Funiculá; ese era el son que entonabas en tu Hohner inmortal. Para adentro decíamos “uff, tenemos una súper abuela”, para afuera ni mencionar el tema: “nada de abuela, mijitos, yo soy Mima”.
Naciste en Barranquilla en los años 20, Carmen Adela Senior Vasquez, bailando al son de Lucho Bermúdez:
Carmen, Carmencita, Carmenza.
Carmen Senior de Correa. ¡Así decidiste llamarte!
Emilio fue tu vida. Tras años vuelven a encontrarse, al lado de Pipo y Titilla, mis otros abuelitos, con quienes tanto compartieron en vida.
Somos pasajeros en esta tierra.
¡Ay!, Mima del alma, si algo te prometo es que seguiré jugando.
Me enseñaste que toda historia de fantasía, brujería o ciencia ficción puede ser real.
Vives, en presente, en el palpitar de mi forajido corazón.
Continúen en sintonía con la Playlist del Gomelo Champetuo:
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