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Los Trece Músicos Dorados

Actualizado: 11 ago

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Por: Hember J. Saavedra

@hember.j.saavedra

@musica_creativa_de_colombia 


Esta, es una historia de ficción.


Mientras presenciaba la caída de la tarde de un día de viento borrascoso de febrero, Alberto

DuPont, estremecido por el acontecimiento, se hallaba internado en el mismísimo borde del

abismo del infierno, en el que las llamas de fuego del cielo, construidas por las nubes ardían incesablemente tan desesperadas, y de un tono rojizo tan vivo, como hubiese anhelado encontrarse en ese momento.


Una vez hubo desistido de permanecer en la ciudad, se dijo a sí mismo que un día volvería,

y que ella, María Helena, estaría esperándolo con los brazos abiertos y un millar de sonrisas

de esas que solo ella ofrecía.


Alberto era el guitarrista principal de una agrupación legendaria.


Los habitantes más antiguos de Songcity aún recuerdan con nostalgia y temor el fatídico

acontecimiento vinculado a su música... o… al menos eso pensaba DuPont, el más talentoso

y exitoso compositor del grupo, que solía aislarse con su esposa en una propiedad a las

afueras de la ciudad, días antes de cada reunión. Con el propósito de alimentar su

creatividad… y prepararse para el majestuoso encuentro.


—¡Alberto, Alberto! —gritó María con fuerza—. Ha llegado la hora…

—¡Mierda! —exclamó con los ojos bien abiertos.

—A las tres y treinta de la mañana zarparé hacia aquel lugar.

—Cada trece años, los trece Músicos Dorados nos reunimos para celebrar nuestros éxitos

musicales —dijo Alberto— Y las reuniones se llevan a cabo cada trece años en honor al

nombre de la agrupación y al número de músicos que pertenecemos a este.


Pero… en esas reuniones ocurren sucesos inexplicables. Y una vez que los monjes que custodian el lugar te abren la puerta, se abre una especie de umbral… cruzar o no, es tu decisión. Lo cierto es que, si no ingresas, podrías desquiciarte. Pues hay antecedentes de antiguos miembros que se abstuvieron del concierto de reencuentro y su mente nunca más volvió a ser la misma… quizá debido a la deslealtad en el caso de que uno de los músicos decida abandonar la agrupación… se tomará como un castigo por parte de la maldición de los indios…


—En todo caso, en la ciudad se escucha nuestra música en vivo, desde lo alto del Palacio,

aunque nadie parece tocarla —agregó Alberto, con un tono despreocupado— Pues nadie ve

ningún músico a su alrededor nunca al estar estos en lo alto del Palacio.

—Es necesario el reencuentro, supongo— dijo María.

—Sí— Pero es importante que sepas que la música que componemos no es de este mundo y

por lo tanto no debe salir de la ciudad.

—¡Nunca!

—Además, el sonido de esta es más audible en Songcity. Aquí el aire es tan denso que, cuando la música viaja por este, produce la impresión al oído de que el sonido se ha convertido en materia; como una especie de materia sonora que entra por tus oídos y perfora el cerebro: un disparo directo y certero a los sesos. Pues la música normal es una forma de energía manifestada en ondas mecánicas transmitidas a través del aire. Muy diferente a nuestra música que esconde el secreto indio…


Casi por todo el bosque, como si fuese una paloma mensajera que sobrevuela la ciudad

impregnando a la muchedumbre de nostalgia y generando un ánimo sombrío y lúgubre a su

paso, la música se comenzaba a propagar como un virus por todo Songcity.


Tras esa conversación, Alberto DuPont presenció lo inevitable: María, de repente, había sido

raptada al oír la música de los Trece. Pues él llegaría tarde a la jarana y ella alcanzó a escuchar la melodía. No pasaba nada si Alberto la escuchaba desde afuera del Palacio. A ninguno de los trece músicos les afectaba. Pero a María… ah… María no era músico y, por ende, no conformaba parte del grupo musical élite de los trece.


—¡María! Gritó con fuerza Alberto. Pero su cuerpo se desvaneció con el viento, al igual que

la esperanza de traerla de vuelta.


Ahora su vientre no exhala ningún aroma a fruta fresca, como solía decirle; ahora su cuerpo

no suda ni sus labios sonríen. Ya no está más. Simplemente, desapareció. Se esfumó de forma fugaz, como un asteroide vuela por el espacio exterior. Su alma viajó con la música a otro lugar.


El suceso devastó a Alberto DuPont.


Y así, este emprendió un viaje. Uno del que nunca lograría regresar, pero con la esperanza

que, María Helena, estaría esperándolo con los brazos abiertos y un millar de sonrisas de esas

que solo ella ofrecía. Y encontrándose ella tan vivaz como la llama encendida del amor

correspondido, la vida volvería entonces a tener sentido.


Alberto, en el camino, sintiéndose casi muerto y, con sentimientos de fatalidad en su espíritu,

se arrodilló en la tierra a las afueras de Songcity en el bosque, cerca a las montañas rocosas,

justo en el abismo de los suicidas donde gran cantidad de personas, un día cualquiera,

decidían terminar su vida… decidían ir a un largo viaje… un viaje sin fin donde la propia

vida parece nunca haber tenido valor o haber significado algo para aquellos… pues, muchos

de los suicidas partían hacia la muerte como un viaje al fondo del abismo; uno sin retorno,

por supuesto.


Más tarde, logró componerse; se levantó del suelo del bosque mientras sus piernas

flaqueaban; sacó un pañuelo de tela de un bolsillo del pantalón y limpió sus lágrimas.

Emprendió camino hasta el Palacio de reuniones donde la élite de Songcity celebraba sus

mayores logros desde tiempos inmemoriales, y a las tres y treinta de la madrugada, Alberto

cruzó el umbral.


Minutos después, la música comenzó a retumbar en las puertas y ventanas de vidrio del

palacio con mayor intensidad.


El violonchelista tocó una melodía que me recordó la “Cello Suite N°1 in G, BWV 1007, by:

Johann Sebastian Bach”. Pero claramente era “The Song of the Resurrection, por: Los trece

músicos dorados”.


Luego de la atenta escucha por parte de los trece, los cuales permanecían intactos, a

excepción de algunos habitantes de Songcity que merodeaban el bosque cerca al Palacio,

como el guardabosques y su familia que ese día se hallaban en una pequeña cabaña propiedad de la conserjería de la ciudad y que, por cierto, también se esfumaron casi tan rápido como la velocidad del sonido y a los cuales nadie recordó después. Pues tantos años en la soledad en el bosque los había alejado de la civilización; aún si esta estaba más cerca de lo que parecía...


CONTINUARÁ


Escrito por: 🎸 Hember J. Saavedra (31) – Guitarrista y estudiante de Literatura en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Entre acordes y palabras, explora nuevas formas de contar y sonar.



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