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El hombre del Land Rover - V

Capítulo 5: El hombre del Land Rover


Por: Daniel Correa Senior

Edición: Juan Daniel Correa Salazar

@juandanielcorrea

@musica_creativa_de_colombia


El aviso decía “SE VENDE CAMIONETA INGLESA”, pintado a mano sobre una teja rota, y apuntaba hacia una cueva de fierros y humo en el barrio Siete de Agosto. Allí, entre perros perezosos, estopas negras y motores abiertos como peces en canal, lo estaba esperando: un Land Rover inglés, verde oliva, con snorkel y winch, viejo de años pero con ese aire terco de las cosas que todavía no se rinden.


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—No es un carro —dijo el mecánico, con las uñas de carbón—. Es un animal que come gasolina y se trepa a donde usted le pida. Y vuelve.


Julián pasó la mano por el capó como quien saluda a un caballo bravo. La pintura tenía cicatrices; el chasis, voz de trueno. Cuando encendió, el motor rugió parejo, sin mañas. Se fue a dar una vuelta por las calles de bache y adoquín: los amortiguadores crujían como viejos bailarines, pero el timón obedecía con nobleza. De regreso, ya lo había bautizado sin decirlo: “hermano”.




Ángela puso el resto. Para entonces se había casado con Ramiro —transportador de volqueta, fortuna hecha a pulso, palabra corta y espalda ancha—. Fue él quien miró el carro de reojo, escuchó el motor, mascó un silencio y firmó el préstamo sin preguntas.


—Anda por tu hermano —dijo Ángela—. Pero no te me vas en bus. En el Llano, el que se pierde en flota, no vuelve.


El taller entero se volcó sobre el pichirilo. Le hicieron cambio de aceites, revisaron crucetas, ajustaron el diferencial. Julián compró una pala, un gato hi-lift, un cable extra para el winch, galones de repuesto, una neverita chica para el agua y la cerveza, y esa cinta adhesiva que en el Llano vale lo que un sacramento. Guardó dos mudas, un machete nuevo, una linterna,

y un cassette rayado que sonaría sin descanso: La juma de ayer, de Henry Fiol.


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Salió al amanecer por la Caracas, bajó por la 13 y tomó la carretera que poco a poco se va oscureciendo de monte. De pueblo en pueblo preguntó por un nombre que a muchos les sonó a campanada lejana: Roberto Henao, el bogotano que había comprado una tierra “allá donde se acaban los mapas”. Algunos asentían sin saber; otros levantaban los hombros.


Nadie daba direcciones: señalaban el horizonte.


La ciudad quedó atrás como un rumor. Empezaba el viaje.

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