El hombre del Land Rover - VI
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- hace 2 dÃas
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CapÃtulo 6: El BohÃo
Por: Daniel Correa Senior
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Edición: Juan Daniel Correa Salazar
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La trocha se estrechó hasta hacerse túnel. La selva cerraba sobre el capó del Land Rover como un puño verde. Lloviznaba con mala leche; la arcilla querÃa tragarse las llantas. Cuando la luz empezó a adelgazarse, apareció la casa: tablas viejas, techo de zinc vencido, un corredor sostenido por dos columnas que parecÃan troncos recién desenterrados.
En la puerta lo esperaba una anciana de piel curtida y ojos que habÃan visto demasiados caminos. Beatriz, dijo llamarse. A su lado, con una canasta en la mano, una muchacha de piel canela y ojos verdes lo miró como si de pronto el bosque hubiere decidido hablar. Johana. El nombre le quedó vibrando a Julián en el paladar.
—Más adelante hay un rÃo —advirtió Beatriz—. Si lo intenta de noche, se lo lleva. Quédese. Mañana verá.
Adentro olÃa a leña y café recalentado. Le sirvieron sancocho espeso, un pan moreno que crujÃa y un pedazo de queso fresco. Hablaron poco. Beatriz preguntó lo justo: de dónde venÃa, a quién buscaba, si sabÃa defenderse. Julián respondió con la mitad de la verdad. Dijo que iba por un hermano que dejó de escribir. Que tenÃa que hallarlo. Que no sabÃa por qué, pero lo sospechaba herido.

Johana escuchaba apoyada en el marco de la puerta, con los ojos clavados en él. No eran ojos de selva: eran otra cosa, un verde de ciudad que se quedó sin ciudad. Cuando sonrió, se le formó un hueco mÃnimo en la mejilla. Julián no supo si esa sonrisa habÃa aparecido por él o a pesar de él.
La lluvia aporreó el zinc hasta la medianoche. El Land Rover durmió afuera como caballo amarrado. Adentro, Beatriz recontó historias de colonos, de aserrÃos que llegaron como fiebre, de hombres que cruzan rÃos con sogas amarradas al alma. En un rincón, Johana cosÃa en silencio. De vez en cuando levantaba la vista y lo encontraba mirándola. Él la sostenÃa un segundo de más. Después bajaba la cabeza, fingiendo arreglar la cuerda del machete.

Antes de acostarse, Beatriz dejó en la mesa una botella de guarapo y un consejo:
—El rÃo no es malo. Es bruto. A los brutos se les gana por maña.
Julián se quedó despierto un rato largo, oyendo cómo la casa respiraba. Afuera, el bosque parecÃa masticar secretos. Adentro, habÃa una promesa sin nombre y una inquietud que no era del viaje.
No supo si la estaba enamorando o si, más bien, era él quien habÃa caÃdo en un embrujo antiguo.



