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El hombre del Land Rover - III

Capítulo 3: Cuando la realidad grita y nadie responde


Por: Daniel Correa Senior

Edición: Juan Daniel Correa Salazar

@juandanielcorrea

@musica_creativa_de_colombia


Bogotá amanecía gris, como si la noche no hubiera terminado. Las calles, húmedas aún, hervían con los primeros buses atestados, vendedores de tinto y obreros de manos agrietadas. Pero en la casa de la calle 14 con carrera 19B, el silencio no era descanso: era un grito encerrado.


Café - 123RF
Café - 123RF

Lo trajeron de madrugada. Robertico bajó de la ambulancia envuelto en una ruana prestada, con la cara marcada en tres lugares: una línea sobre la ceja, un tajo en la barbilla y un vacío en los ojos. Ángela lo esperaba en la puerta. No preguntó nada. Lo abrazó como se abrazan los que regresan distintos, y lo sentó en la mesa. El café quedó servido, intacto, enfriándose.


Días después apareció Don Esteban Castañeda, el notario. Amigo de su padre, de esos que siempre huelen a papel guardado y vino caro. Dejó sobre la mesa un sobre manila con sello rojo.


—Hay un documento que debes firmar, hijo. Tu padre alcanzó a dejar una donación, pero no se legalizó. Solo falta tu firma.


Robertico lo miró como quien mira una trampa.


—¿Y si no firmo?


El viejo lo observó incrédulo. Tartamudeó algo sobre deber, herencia, bienes. Pero el muchacho ya no escuchaba. En su cabeza resonaba una frase de su madre, un eco que volvía de la memoria como voz de agua:


Money - Pexels
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“El dinero sin alma no hace ruido al llegar, pero cuando se va deja eco.”


Esa noche firmó. La tinta se secó bajo la lámpara amarillenta, mientras Ángela, en la cocina, encontraba la carta escondida entre frascos de anís y aspirinas. La reconoció al instante: la letra firme de Julia.


Ángela, si estás leyendo esto, es porque algo ha sucedido. Cuida de Julián. Protégelo como si fuera tuyo. Y si alguna vez Robertico necesita guía, dale valor. No dejes que lo hundan. Hay cosas que solo las mujeres de verdad pueden hacer. Tú eres una de ellas.


La leyó en silencio. No lloró todavía. Pero esa noche, mientras la radio vomitaba otra entrega de La trémula y melancólica hora del crepúsculo cuando la noche cae, algo en ella se quebró.


La voz de Loreta, marcada por la culpa, sonó desde el parlante:


—“Lo hice por amor, madre. Pero el veneno no distingue razones... el veneno solo mata.”


Robertico, con el sobre entre las manos, murmuró:


—¿Entonces ya soy dueño de lo que no pedí?


Nadie respondió. Ni Ángela. Ni el notario. Ni la ciudad.


Solo el silencio.


Ese silencio que no perdona.


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