El hombre del Land Rover - IV
- musicacreativacol
- 7 nov
- 2 Min. de lectura
Capítulo 4: Donde termina el mapa
Por: Daniel Correa Senior
Edición: Juan Daniel Correa Salazar
@juandanielcorrea
@musica_creativa_de_colombia
El Llano lo recibió sin preguntarle el nombre.
Roberto había tomado la decisión como se toman las más serias: a puerta cerrada, en el café San Marino del centro, con un desconocido que olía a aguardiente y hablaba de hectáreas como si hablara de hijos. Sobre la mesa, más que un trato, se selló un destino: la plata de la herencia pasó de sus manos a las del hombre, y con ella compró un pedazo de tierra “en el Vichada profundo”, dijeron.

Tierra roja, agua caliente, cielo sin final. Le hablaron de árboles, de ganado, de futuro. Y él, que ya no creía en nada, creyó.
Se fue con lo puesto. Vendió el reloj Omega de su padre, un par de libros, una bicicleta. Tomó un bus que cruzó todo el país como un cuchillo ciego y bajó en una estación donde solo esperaban los mosquitos. Desde allí, en una camioneta desvencijada, llegó a su nueva vida.
La finca se llamaba La Soledad, y no había nombre más exacto. Era una casa de madera torcida, rodeada de monte, donde la luz llegaba sin fuerza y el silencio no era calma, sino castigo. Allí, Roberto se volvió otro. Dejó de escribir, de leer, de pensar. Solo sembraba, caminaba, sudaba, dormía. De vez en cuando, una carta: “Estoy bien. Aquí todo crece.” O un giro: “Para Julián. Para Ángela.” Nada más.
Al caballo lo llamó Relámpago, con un nombre que parecía saldar una deuda antigua. Era negro azabache, de patas firmes y mirada alerta, guardando en el pecho la tormenta de otra vida. Corría por la sabana con la furia del trueno y el silencio de quien ha visto demasiadas despedidas.

Julián, mientras tanto, vivía con el cuerpo en Chapinero y el alma en un sobre. El dinero llegaba a tiempo, como si fuera amor. Gracias a eso terminó el colegio, entró a la universidad y se hizo un nombre en la noche bogotana. Era el menor, el mimado, el hijo que creció entre los vacíos de lo que otros habían perdido.
Pero un día los giros dejaron de llegar. Primero fue un retraso. Luego un silencio. Luego nada.
Ángela no decía mucho. “Debe estar ocupado”, murmuraba. Pero su mirada no podía mentir: en ella se leían los presagios.
Y Julián supo que ya no podía seguir fingiendo que todo estaba bien.—Voy a buscarlo —dijo una noche, frente al radio, cuando la voz de la novela decía: “Y el que calla, también miente”.
—¿Cómo vas a ir hasta allá? —preguntó Ángela.
—Con lo que me quede. Pero tengo que ir. Ese silencio no es normal. Algo pasó. Algo grave.
Ella no insistió. Le puso la mano en el hombro. Sabía que esa búsqueda no era solo por Roberto. Era también por él mismo.
—Entonces ve. Pero ve con algo más que coraje.
Y así comenzó el viaje que cambiaría todo.



