Cuando los metaleros cierran los ojos: meditación para músicos
- musicacreativacol
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Alfonso espriella y el ritual secreto de zipaquirá
Por Juan Daniel Correa Salazar
Hay silencios que pesan como un acorde suspendido antes de la caída del riff. Hay respiraciones que suenan como el primer golpe del bombo en un festival al aire libre. Hay momentos en los que un grupo de metaleros, punks y rockeros se sienta en círculo, cierra los ojos y descubre que la oscuridad interna no siempre amenaza. A veces guía.
Esto ocurrió en Zipaquirá. No en un bar, no en una sala de ensayo, no en un festival, sino en un salón donde el eco del techo de madera se convirtió en un amplificador invisible. Allí Alfonso Espriella, músico y terapeuta, abrió un espacio que combinó la crudeza emocional con la profundidad de la conciencia. Un laboratorio íntimo donde el rock se volvió respiración y la respiración se volvió verdad.
La escena: un círculo de cuero, tatuajes y humanidad
Entraron con el gesto firme de quien ha batallado contra la vida a golpes de guitarra. Pero al sentarse, la energía cambió. No había ruido que los protegiera. No había distorsión que los envolviera. Solo un círculo. Solo el cuerpo. Solo la respiración.
La Corporación Fomentar el Desarrollo y la banda Ennui hicieron posible este encuentro que, sin quererlo, terminó siendo un acto cultural de primer orden. Una ofrenda. Un abrazo colectivo. Un ritual sin incienso, consolas ni luces. Un ritual hecho de presencia.
El maestro del abismo luminoso
Alfonso Espriella no evita el dolor. Lo convierte en camino. Lo transforma en música. Lo escucha como quien escucha un bajo profundo que resuena en el estómago. Su propuesta es simple y revolucionaria. La meditación no es una puerta de escape. No es un disfraz espiritual que promete calma por arte de magia. La meditación es entrar a la herida con una vela encendida en la mano. Es quedarse allí hasta que el cuerpo aprenda a no temerle al latido que duele.
Alfonso lo dijo ese día con la claridad de un acorde mayor: El sufrimiento no está en la emoción, sino en la resistencia a sentirla.

Respirar como si la vida dependiera del ritmo
La respiración se convirtió en un bajo omnipresente. Un pulso que marcaba el retorno al presente. Cada inhalación era un regreso. Cada exhalación, una liberación. El grupo empezó a habitar el cuerpo como se habita una canción. Con entrega. Con vulnerabilidad. Con ese tipo de sinceridad que aparece cuando se apagan las luces del escenario. La respiración fue el primer instrumento. La conciencia, la primera melodía. El cuerpo, el primer territorio sagrado.
La mente: un escenario iluminado desde otro ángulo
Observar la mente es un acto punk. Va en contra del sistema interno que siempre busca controlarlo todo. Es un gesto de resistencia. Una desobediencia íntima.
Alfonso guió al grupo a ver sus pensamientos sin obedecerlos. A mirar la maquinaria interna sin caer en ella. A convertirse en testigos de su mente, no en servidores de ella. Ese pequeño desplazamiento abrió un espacio nuevo. Un territorio libre. Una claridad que no necesita gritar para ser escuchada.
El silencio que ruge
En un salón lleno de personas acostumbradas al volumen extremo, el silencio se volvió una bestia suave. Una presencia que llenaba el pecho con una fuerza distinta. Sin estridencia. Sin alarde. Pero con la potencia de algo verdadero. Las fotos hablan. Muestran rostros que se aflojan. Posturas que se abren. Músicos que por un instante dejan caer la armadura. Porque no todo en el rock es guerra. A veces también es revelación.

La música de Alfonso: una herida que canta
La obra de Alfonso Espriella es una expansión emocional del rock. Una búsqueda que no teme entrar en la sombra. Discografía que va del susurro al grito. De la herida a la visión.
En discos como “Todo empieza ahora”, “Trazos de Ser”, o “No Somos del Tiempo”, Alfonso ha construido un universo donde la vulnerabilidad tiene guitarra eléctrica y la conciencia tiene percusión.
Su último sencillo “Dolor Fantasma” condensa su visión artística y terapéutica. Habla del miembro perdido que aún arde. Del amor que dejó cicatriz. Del recuerdo que vibra en el hueso. Del dolor que no desaparece, pero puede aprender a transformarse:
En su música, la sombra encuentra forma y la luz encuentra cuerpo. No hay maquille emocional. Hay verdad.
El cierre que revela otra fuerza
La foto del grupo tiene la textura de un álbum clásico. Rostros distintos a los del comienzo. Miradas más abiertas. Una calma que no borra el dolor, pero lo vuelve más habitable.
No fue un taller para sanar. Fue un taller para reconocer. Esa diferencia es enorme.

Zipaquirá como territorio sagrado
Zipaquirá se convirtió en un templo sonoro sin necesidad de instrumentos. Un lugar donde el rock encontró el alma. Donde la introspección no compitió con la potencia musical, sino que la amplificó.
Alfonso lleva más de quince años integrando psicología humanista, análisis transaccional, terapia cognitiva, budismo y meditación. Su trabajo es artesanal. Su mirada, precisa. Su presencia, humana.
Lo que ocurrió allí fue más que un taller. Fue un acto cultural. Un acto artístico. Y, en el fondo, un acto profundamente espiritual.
Lo que queda resonando
Queda la certeza de que el rock también sana. Que la distorsión puede ser un camino hacia la claridad. Que la vulnerabilidad es una forma de fuerza. Que la respiración es un instrumento que todos tenemos. Que el silencio puede rugir sin pedir permiso. Que sentir es un acto de valentía absoluta.
Porque al final
Todos somos ese metalero que cierra los ojos para escucharse sin miedo. Todos cargamos un dolor que pide transformarse. Todos buscamos un lugar donde respirar sin armadura. Todos necesitamos recordar que la conciencia también es rock.
Ese día en Zipaquirá, el maestro fue Alfonso Espriella. Y el eco sigue vivo.




