Antoine Signoret: El músico del caos
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Por: Hember J. Saavedra
@hember.j.saavedra
@musica_creativa_de_colombia

Cansado de escuchar sus llamados histéricos en repetidas ocasiones; poco tiempo después,
en una noche lluviosa de enero; Antoine Signoret se encontraba en un estado de confusión;
por haber sentido culpa al momento de confesarle al oficial tan descabellado acto: el
asesinato de un hombre respetable que llegaba de Francia por un mandato de su corazón.
Al fin y al cabo, en ese tiempo, Songcity era una urbe de tamaño reducido. Una urbe que
luego se convertiría en una ciudad cosmopolita, donde las ráfagas de viento elevaban consigo
la música de los mejores artistas, no solo era posible aspirar aire para vivir, sino que también
se respiraba música.
Songcity era conocida como una ciudad musical, donde la vida era cotidiana. Donde las
leyendas eran musicales y los músicos eran leyenda.
Antoine, por su parte, siempre había sido un ermitaño, un gran músico… pero un ermitaño,
al fin y al cabo. Y un día, Signoret caminó hasta la estación de policía más cercana:
—¿A qué ha venido el día de hoy, señor Antoine? — preguntó el oficial.
—He, he veni, he venido… hasta aquí… a confesar— dijo Signoret con voz temblorosa y
con un tono que disminuía el volumen con cada sílaba.
Los pálpitos de su corazón se incrementaban del miedo.
—Espere, espere— Le ofreció agua y le dijo:
—¿Con más calma, dígame que es lo que debe confesar? — ¿Ha cometido algún delito señor
Signoret? porque si es así debe contarme de inmediato o lo encerraré en este mismo
instante tras las rejas hasta que hable—
.
Y así fue como Antoine Signoret se preparó en cuestión de segundos para llevar a cabo su
confesión.
—Verá… mmm… tome asiento y le contaré tranquilamente— le dijo al oficial mientras sus
párpados abiertos y su toma de aire demostraban que había hecho algo malo, algo muy malo,
quizá.
Luego, Signoret miró con vista pesada, directa y seriamente al oficial.
—Con el objeto de conocernos, dígame oficial cómo es su nombre completo y algo
importante acerca de su vida, algo que lo haya marcado profundamente y procederé a contarle de inicio a fin tan descabellado acto que he cometido.
El oficial accedió a su petición con el objetivo de que el músico le agarrara algo de confianza
y confesara.
—Me llamo James Smith, encargado de esta estación de Policía. Pagué, de más joven, el
servicio militar y una vez en una misión, tomé las botas de un soldado y también su morral,
en el cual llevaba los elementos de primeros auxilios del resto de los soldados, aunque yo no
tenía idea de esto; así que decidí sin pensar, botar al famoso abismo de los suicidas estas
pertenencias.
—¿Y… qué sucedió después? — preguntó Antoine intrigado hasta el tuétano.
—A ver, señor Signoret, si es que no ha perdido la calidad de señor… resulta que un
comandante se encontraba justo a mis espaldas en ese momento y, con temor, pensé en
lanzarlo también…
—¿Y… lo hizo?
—Por supuesto que no hombre. ¿Acaso está loco?
—Pero, ¿qué pasó después?
—Lo que tenía que pasar… no habiendo necesidad de confesar nada; pues el comandante
había sido testigo, presentó un informe ante las autoridades en el cual decía muy claramente
que un subordinado había arrojado los elementos de primeros auxilios de los soldados y,
además, fue descubierto infraganti.
—Lo que pasó después es que tuve que pagar otro año más de servicio militar sin opción a
continuar mi carrera en altos cargos militares y por esa razón estoy en este puesto, hablando
con usted.
—Ya le conté la historia de mi vida. Sin más rodeos ¡confiese ahora!... ya he accedido a su
petición y a usted, señor Antoine, no le importa mi historia de vida personal y estoy seguro
de que no es del interés de nadie…
Y Signoret comenzó a hablar.
—Verá señor Smith. He matado a un francés, pero déjeme con su permiso aclararle que era
un infeliz. Fue capaz de trepar la colina de mi residencia, romper el vidrio de la puerta,
ingresar a mi cabaña y con voz alta gritarme: ¡eres tú maldito la razón por la que he venido!
—Le dije amablemente que estaba equivocado, que yo no le conocía y que por supuesto se
retirara. Pero sin dudarlo me asestó un golpe en la cabeza con bate de béisbol el cual logré
esquivar o de lo contrario él me hubiese matado de forma súbita o, por poco, habría quedado
inconsciente durante un tiempo.
—Fue entonces cuando… sin pensarlo dos veces, lo empujé hacia la puerta de salida de mi
casa, se cayó al suelo, lo levanté y gritó que no le importaba mi vida y, pienso, en este preciso
instante que tampoco le importaba la suya. Así que lancé colina abajo a aquel francés, de un
fuerte empujón, a aquel desgraciado francés. Al caer al final de la colina, en la laguna, murió
ahogado. Lo inexplicable del asunto es que no luchó por su vida, sino que se dejó morir.
Hubiese sido mejor que se hubiera lanzado al abismo de los suicidas y yo no me hubiese
metido en problemas.
—En todo caso lo hecho está hecho y estoy acá para responder si es que algo he cometido.
—Culpable o no culpable, señor Antoine, eso lo decide la señora jueza. La cual no tarda en
llegar.
Más tarde, la Jueza se enteró del caso y citó a una audiencia. Acto seguido, dio su dictamen: el señor Antoine Signoret se declara ¡culpable! golpeando su martillo. Esposaron y dirigieron a Signoret a la celda número 6.
Signoret, tras las rejas, vio como estas comenzaron a desvanecerse. Extendió su mano y
traspasó lo que ahora parecían unas varillas de humo gris y ya no de metal. Salió de prisión
de la misma forma como entró mientras todos los objetos y las demás personas, incluso él,
se desvanecían y, era como si no existiesen, pues ni siquiera notaron que Signoret había
escapado. El tiempo y el espacio sufrieron una alteración y se oyó música a un volumen tan
alto, que ensordecía.
Las manecillas del reloj de pulso de Antoine daban vueltas como enloquecidas al parecer por
efecto de un campo magnético cercano.
Con razón Antoine Signoret se hizo llamar toda la vida: el músico del caos, porque daba
vuelta a la perilla de una diminuta máquina que cabía en la muñeca y sucedían situaciones
inexplicables, como por ejemplo, que este desaparecía de repente, o los objetos, que cambiaban de lugar, o incluso como cuando una vez dentro de un bar, comenzó a llover.
Y así fue como de nuevo, Signoret, en el presente, activó el dispositivo. Y se produjo una
alteración de la mecánica de la existencia, por supuesto.
Él sabía que, si venían a buscarlo, volvería caótica la realidad y nunca podrían apresarlo,
siempre y cuando tuviera su artefacto a la mano.
Pues quién decidía ¿qué diablos es la realidad y por qué no alterarla?
Al fin y al cabo, Signoret era el único que tenía aquella máquina, una obra de ingeniería
extraterrestre, la obra magna de las creaciones tecnológicas de unos seres bastante
particulares que le habían concedido este artilugio poderoso en una ocasión, en un encuentro
en el campo, Antoine les prometió guardarles el secreto de su visita y, ellos, como
agradecimiento, le ofrecieron una muestra de su poder tecnológico en el universo, un
obsequio bastante particular, por supuesto.
Ahora, esa diminuta máquina de bolsillo no debía ser utilizada tantas veces o de lo contrario
Signoret envejecía cada vez más rápido hasta llegar a la muerte. La razón: dentro de la
atmósfera de la tierra, había ciertos efectos de dicha tecnología sobre los seres humanos. Era
un efecto colateral el cual estaba decidido a enfrentar.
Lo cierto es que era cuestión de tiempo y el músico escuchó un llamado.
—¡Antoine! ¡Antoine Signoret!
—Señor Smith… me ha agarrado de nuevo…
Se encontraba Signoret en otro nuevo estado de confusión, pues la pequeña máquina de
tecnología de seres del espacio exterior se había desconfigurado de alguna forma y Antoine
se hallaba atrapado en un bucle del tiempo, donde se repetía una y otra vez el asesinato del
francés que había llegado a Songcity por un mandato de su corazón, por una intuición.
Era la intuición de su muerte, su tiempo final. ¿Acaso había viajado con un pasaporte directo a su tumba?
Y, de pronto, Signoret activó de nuevo la máquina, pero esta vez, quedó petrificado
eternamente.
—¿Pero qué es?… se preguntó el señor Smith.
—¡Una maldita estatua! Ja ja el insignificante músico cobarde ha quedado convertido en
piedra— se respondió a sí mismo en voz alta.
Minutos más tarde, ciudadanos de Songcity se acercaron a ver al petrificado. Y cuando las
gentes observaban la estatua, de repente, esta estalló en mil pedazos y se expulsó junto con
los pequeños trozos de rocas, una gran luz blanca que resplandecía hasta el fin del mundo, y todo el planeta entero quedo petrificado para siempre, a excepción del señor Smith.
Cansado de escuchar los llamados histéricos en repetidas ocasiones, poco tiempo después, en una noche lluviosa de enero, se encontraba igual que Antoine Signoret al
momento de confesarle tan descabellado acto.
Al cabo de unos días en un mundo solitario, el señor Smith, encontró un papiro en el lugar
de la petrificación de Antoine. La información que este contenía decía: “uno a uno, sale la
luz, cuando los ocho mil millones de humanos petrificados que existen en el mundo sean
explotados a propósito… el mundo volverá a la normalidad”.
Perplejo y, sin poder cerrar sus párpados a causa de la impresión de aquella lectura, Smith,
comenzó aquel trabajo imposible…
Luego de años de esta ardua actividad solitaria, en un día de angustia, Smith sacó su arma, se apuntó directo a su cráneo y contando con apenas una única bala… se fusiló el cerebro.
Y entonces, el mundo regresó a la normalidad.
¿Era la muerte de Smith la solución? Tal vez.
Fue entonces cuando lograron moverse los petrificados que no habían sido explotados por
manos de Smith… y, despertaron pero, ahora, eran unos seres de luz blanca, benévolos y
que levitaban en lugar de caminar… ya no eran seres humanos, sino una especie
evolucionada.
Era como si fueran nuevos seres que ya no necesitaban caminar, sino que levitaban en el
vacío. La gravedad que Newton había descubierto de repente ya no funcionaba en la tierra.
Pero ¿Se habían convertido en ángeles?
Eran destellos de luz que resplandecían por el mundo… destellos de lo que alguna vez fueron
vidas.
Y el tiempo ahora transcurría de forma anormal; los días duraban meses… las noches, cuando
llegaban, eran cortas, frías y la luz de la luna era tan brillante como un metal precioso que
refleja la luz que le es apuntada.
Y el mundo parecía tranquilo, en paz…
Cuando de repente, Signoret fue consciente por un breve instante de que se encontraba en
pleno delirio… su mente ilusoria y abarrotada de realidades fantásticas, inexistentes, tan
extrañas y misteriosas como la vida misma, le jugaba una mala pasada.
Era Signoret, ahora, el creador de una ficción escrita en su canción: “Los seres iluminados”, y fue así como una canción se convirtió en realidad para Signoret, que interpretaba el violonchelo de forma obsesiva, pero virtuosa y por medio de su obra musical, su delirio lo convenció de que era una verdad, de que estaba sucediendo, y por más que lo intentara, era imposible recuperarse de tal suceso, y a la locura volvió tras ese breve instante de lucidez… para toda la eternidad.
Escrito por: 🎸Hember J. Saavedra (31) – Guitarrista y estudiante de Literatura en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Entre acordes y palabras, explora nuevas formas de contar y sonar.
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