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El hombre del Land Rover - I

Actualizado: 21 oct

Capítulo 1: La Nariz del Diablo


Land Rover Defender - MotorPasion
Land Rover Defender - MotorPasion

Por: Daniel Correa Senior

Edición: Juan Daniel Correa Salazar

@juandanielcorrea

@musica_creativa_de_colombia


En Colombia, los años cincuenta avanzaban a los tumbos, como un camión viejo que se niega a morir. El país, aún con la sangre fresca de las guerras entre liberales y conservadores, intentaba —sin éxito— recobrar el aliento. La vida seguía porque no quedaba otra opción. Y en medio de ese vértigo que era el presente, una familia descendía por una carretera sin pavimentar, curva tras curva, sin saber que el destino ya había tomado una decisión.


Nariz del Diablo, Tolima, Colombia - SF
Nariz del Diablo, Tolima, Colombia - SF

La vía entre Fusagasugá y Melgar, en pleno corazón de la Cordillera Oriental, cruzaba uno de los tramos más temidos por camioneros y campesinos: la Nariz del Diablo. No era un simple nombre pintoresco. Era una advertencia. Un promontorio natural, una saliente rocosa que sobresalía como un hocico afilado y pétreo, colgando sobre el vacío, como si el mismísimo demonio vigilara desde allí el paso de los viajeros. La carretera, angosta y sin defensas, se arrimaba al abismo con imprudente confianza. No había barandas. Solo piedra suelta, barro, charcos profundos. Y ese día llovía con la obstinación de los Andes: una lluvia densa, antigua, empeñada en borrar el camino y empapar los nervios.


Buick Skylark
Buick Skylark

Dentro de un Buick rojo, aún brillante a pesar del barro, Roberto Henao luchaba por mantener el control del volante. Hombre de rostro anguloso, piel trigueña y manos grandes, acostumbrado a la ciudad pero seducido por el campo.

El calor era insoportable. Sudaba como si llevara horas en un sauna, y la camisa blanca, pegada al cuerpo, comenzaba a parecer una segunda piel.


A su lado, Julia, su esposa. Presencia luminosa, cabellera oscura, facciones finas. Elegante incluso en medio del caos con una bayetilla blanca intentaba limpiar el parabrisas empañado, como si ese gesto pudiese salvarlos de la niebla espesa que los envolvía. No hablaban. Ya no hacía falta. El silencio era un acuerdo tácito: Roberto se concentraba en conducir; Julia, en mirar más allá de lo posible.


En el asiento trasero, Robertico, el hijo mayor, garabateaba la ventana con el dedo. Tenía apenas catorce años, pero su mirada ya cargaba la inquietud de alguien que empieza a intuir la fragilidad del mundo. Medio dormido, medio despierto, observaba con esa mezcla de fascinación e incomodidad propia de la adolescencia. Detrás de sus gestos tímidos y su frente amplia, se agitaba una conciencia nueva, difícil de nombrar.


Julián, su hermano menor, no los acompañaba. Se había quedado en Bogotá, en la casa modesta del barrio Ricaurte, al cuidado de Ángela, una joven de veinticuatro años que, sin haber nacido en la familia, ya era parte de ella. La cuidaban, y ella los cuidaba aún más. Criada entre calles polvorientas y mercados apretados, sabía hacer rendir el dinero y contener el llanto de un niño al mismo tiempo. Durante el día era madre, por las noches centinela. Su nombre completo era María Ángela, pero en casa bastaba decir “la Ángela”. Y era suficiente. Solo hacía falta verla calentar la leche, acomodar una ruana o peinar con dulzura la frente dormida de Julián, para entender que, en esa casa despojada de tantas cosas, el amor permanecía intacto.


En el kilómetro más peligroso del trayecto, justo donde la carretera se aferraba a la montaña como un lagarto tembloroso, ocurrió lo que siempre ocurre en las tragedias: lo inevitable.


El Buick perdió tracción. El barro se volvió traicionero. Las ruedas giraron en falso. Roberto intentó frenar, girar, controlar. Nada.


—¡Nos matamos! —gritó, como si el miedo pudiera frenar el destino.


Río Sumapaz - Comisión Fílmica de Colombia
Río Sumapaz - Comisión Fílmica de Colombia

El carro derrapó, giró sobre sí como un trompo desquiciado y se lanzó al vacío. Un salto seco. Dos rebotes contra la piedra. Luego, el cuerpo del auto cayendo hasta el lecho del río Sumapaz, que bajaba hinchado, oscuro, incontrolable. El golpe fue brutal. El metal se retorció. Los vidrios estallaron como fuegos artificiales. El Buick, ese símbolo de estatus, quedó convertido en una tumba de acero.



La puerta trasera, mal cerrada, se desprendió tras el segundo impacto. Y por ese hueco, como un error del destino o un milagro mal calculado, Robertico fue expulsado. Lo arrastró la corriente, golpeó ramas, rocas, hasta quedar varado en una orilla distante.


Lo encontraron horas después. Inconsciente, cubierto de lodo y heridas. Los rescatistas, hombres de manos curtidas, lo alzaron con la delicadeza con que se recoge a un animal recién nacido. Alguien gritó, entre sollozos y sorpresa:—¡Vive! El niño está vivo.


Lo subieron a una ambulancia desvencijada, de sirena asmática y colchón de cuero agrietado. Robertico iba canalizado, entablillado, con el rostro blanco como tiza. Despertó justo al entrar a Melgar. No preguntó por nadie. No lloró. Solo miró el cielo por la ventanilla, un cielo plomizo, y supo —sin que nadie se lo dijera— que algo se había roto para siempre.


Las imágenes del accidente se le incrustaron en la memoria como astillas invisibles. El grito seco de su padre. La mano extendida de su madre. El chillido del metal. No eran recuerdos, eran heridas abiertas. Durante años volverían sin aviso, como ecos encerrados en un cuarto sin ventanas.


Muy lejos de allí, en el Ricaurte, Ángela mecía a Julián con la ternura automática de quien aún no ha recibido la noticia. La radio sonaba suave. Una olla hervía. El aire olía a cilantro. El techo de zinc crepitaba bajo el sol. Era, en apariencia, un día más.


Pero algo ya había empezado a descomponerse.


Esa tarde, mientras el Buick era tragado por el Sumapaz, nadie en la casa escuchó el estruendo. El arroz siguió hirviendo. Julián dormía. Ángela tarareaba una canción que no recordaría.


Porque la tragedia no siempre grita. A veces llega en silencio y se sienta a esperar en el corredor.


1 comentario


Excelente texto, su redacción impecable que atrapa. Muchos éxitos.

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