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(P2) Los Trece Músicos Dorados

Actualizado: 11 ago

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Por: Hember J. Saavedra

@hember.j.saavedra

@musica_creativa_de_colombia 


Lean previamente la Parte 1.


En cuanto a Alberto, había algo diferente en él; y era que ya no deseaba ser parte de tan

selecto grupo. Pues María era lo único en lo que pensaba lo que duró la jarana y después de

eso durante casi un año sin saber de ella, Alberto DuPont, que no estaba dispuesto a esperar

hasta que se cumplieran los trece años para el próximo reencuentro, por si servía de algo la

espera, tomó la decisión de ir al lugar donde María, lo único que realmente amaba en la vida,

por encima de su música y todo lo demás, había desaparecido.


Era, exactamente un año después; el mismo día, el mismo mes y la misma hora: las tres y

treinta de la madrugada.


Recuerdo que lloré como un chiquillo por María; me derrumbé y apreté mis manos mientras

agarraba la tierra justo en el lugar en que ella viajó; justo en el lugar en que María, la hermosa, carismática, de ojos marrones que brillaban y se iluminaban como el sol; de cabello rubio y ondulado, se había desvanecido.


Cuando la miraba de frente, mi mundo se tornaba de un fondo negro mientras levitábamos

en el vacío… como si nos encontrásemos en el mismísimo espacio exterior. Entonces, el resto

del mundo ya no importaba más.


Alberto y María sentían una fuerte conexión.


Mis pies parecían levitar y de pronto me sentía extasiado; pues ella me fulminaba el cerebro

y el cuerpo entero de amor— aseguró Alberto en alguna ocasión en la que la vida era simple

y feliz para ellos.


En todo caso, era mejor aterrizar de lo que ahora era una ilusión.


Mi memoria comenzaba a jugar en mi contra y al mismo tiempo a mi favor; pues era como

si ella tal vez nunca hubiese nacido; como si nunca nos hubiésemos conocido; lo cual era

doloroso y, al mismo tiempo, yo intentaba sanar mis heridas al negar su existencia. Todo se

percibía ahora confuso y borroso.


Seguía yo, entonces arrodillado, cuando de pronto, una débil lágrima cayó sobre la tierra del

suelo del bosque, justo entre mis manos… y surgió una luz… era el umbral del Palacio, pero

en este punto clave de la desaparición y ya no en el Palacio, ni pasados trece años, sino un

año.


Así que intenté cruzar, pero era en vano; al cruzar, seguía en el mismo lugar. Cerré los ojos

por un minuto. Sujeté firmemente la guitarra acústica que llevaba colgada en mi espalda y,

preparado para tocar, no sé si por azar o debido a una elección del subconsciente, elegí la

canción “The Song of the Resurrection, por: Los Trece Músicos Dorados”. Esta fue la canción que María escuchó cuando se esfumó.


Así fue como tuve la extraña impresión de que la componía por segunda ocasión.


Justo después de finalizar la interpretación, oí un grito a lo lejos; una vocecilla de un registro

similar al de María. Cerré los ojos con fuerza para no decepcionarme… y… allí estaba. Era

María, sí. Pero su rostro estaba demacrado, pálido; su tez fría y morada.


¡María era ahora un espanto!


La alcé en mis brazos. Mientras la llevaba, comenzó a caer una fuerte lluvia. Las gotas de

agua se tornaban pesadas y ácidas.


Cuando llegamos a lo que era nuestra casa, nuestro hogar, encendí la llave de la tina con agua caliente; pues en Songcity la temperatura promedio era de unos siete grados.


La suciedad de su piel comenzó a ser eliminada, pero el tono morado de esta, no se quitaba

por más que se lavara. María, con sus párpados que permanecían cerrados la mayor parte del

tiempo, y sus ojos que ya no brillaban como el sol, ahora parecían más la profundidad del

océano, tan solitarios, pesados y atestados de soledad y de pánico.


María, estaba muerta.


Alberto, rompió en llanto… y la ilusión de encontrarse de nuevo con ella llegó a su fin. En

su estado más lúcido y viváz, Alberto recordaba a María como una mujer perfecta, no para

todo el mundo tal vez, o quizá sí; pero si de algo estaba seguro era que ella era perfecta para

él.


Decidió, entonces Alberto, dejar de tocar la guitarra, dejar su música… para siempre. Y, por

ende, dejar la agrupación de Los Trece Músicos Dorados; los únicos que no morían al

escuchar sus obras que, sus antepasados músicos habían hecho malditas por un grupo de

indios del antiguo Songcity, antes de que Songcity fuera una ciudad, antes de que Alberto y

María nacieran, antes, mucho antes, cuando ya existía desde hace cientos de años, el abisal

abismo de los suicidas.


Pues aquellos indios, habían realizado un ritual de magia oscura con el objetivo de lograr la inmortalidad de esta agrupación musical y su sobrevivencia con el pasar de los siglos para que su música fuera escuchada por toda la eternidad.


Luego de la decisión, Alberto, se dirigió al sótano de su casa; construyó un ataúd; lloró de

nuevo; la introdujo en este, y con mucho dolor, la enterró en el bosque de Songcity, justo en

el lugar donde encontró su cuerpo cadavérico.


Se quedó, después, dormido sobre la tierra que guardaba a María. Se iluminó el día y Alberto

despertó con los ojos más abiertos que nunca. Gritó desesperadamente el nombre de su

esposa: ¡María!


Luego de unas horas, excavó la tierra, sacó el ataúd del hueco y lo abrió con la esperanza que

le trajo el amanecer de volver a verla sana y salva con sus ojos que brillaban como el sol, con

su tez tan suave como el algodón y sus cabellos de oro tan suaves y perfectos como su esencia misma.


Cuando logró abrir la tapa del ataúd, este, se encontraba de repente, completamente lleno de

rosas rojas… y nada más…


Alberto, estupefacto, creyendo firmemente que había enloquecido, salió corriendo de su casa,

se dirigió sin detenerse a las montañas rocosas justo al abismo de los suicidas, frenando sus

pasos veloces una única vez; cuando llegó al borde de la fosa, y sin vacilación, se lanzó al vacío.


Fue entonces cuando, sobresaltado, Alberto por fin abrió los ojos en la realidad, pero, esta

vez, se hallaba en la cama de su habitación de la segunda planta de su casa… bajó las

escaleras asustado y torpe… y allí estaba, era María, frente a él, mirándolo seria y fijamente

a los ojos, cubierta con sangre de pies a cabeza.


Cerró los ojos, agitó su cabeza y volvió a verla… esta vez, María se encontraba espléndida y

radiante.


Escrito por: 🎸 Hember J. Saavedra (31) – Guitarrista y estudiante de Literatura en la Universidad Autónoma de Bucaramanga. Entre acordes y letras, explora nuevas formas de contar y sonar.



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