El hombre del Land Rover - XII
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- hace 4 días
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Capítulo 12: La primera fiesta del llano
Por: Daniel Correa Senior
Edición: Juan Daniel Correa Salazar
@juandanielcorrea
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El amanecer trajo una luz distinta sobre Sebastopol. El rocío colgaba como cuentas de vidrio en la hierba, y el humo de la leña se mezclaba con el aroma del café de olla recién colado. Desde temprano, los peones levantaban toldos, limpiaban las largas mesas de madera y colgaban faroles entre los mamones. Las guirnaldas de papel, agitadas por el viento, pintaban de colores la brisa.
Desde el puerto llegaban, en carreta, los músicos invitados junto con cajas de vinilos: porros, joropos sabaneros y salsa brava, todos escogidos por Julián para que la música nunca decayera. Mientras afinaban trompetas y timbales, el aire se impregnaba del olor de la carne a la llanera: ternera y chigüiro girando sobre estacas al fuego lento, sazonados con sal gruesa.

Ángela y Ramiro, que habían tendido la mano en los días difíciles, veían ahora su gesto multiplicado. Roberto y Julián les habían entregado tierras, ganado y una casa junto al río. Esa noche, en la mesa principal, sus copas estarían siempre llenas. Cada abrazo que recibían confirmaba que la amistad también echa raíces.
Cuando cayó la tarde y la bruma suave empezó a cubrir los corredores, la música arrancó. Lucho Bermúdez abrió con Tolú y el piso de tierra vibró bajo el zapateo. Julián bailaba con Johana como si el tiempo se hubiera detenido, cruzando el golpe recio de la sabana con el swing caribeño. Roberto, más reservado, compartió un porro con Ángela, que reía como si no hubiera mañana.
La noche se encendió. Pachito E’ché levantó a los tímidos; Periódico de Ayer y Anacaona, de Tito Curet Alonso, trajeron olor a ron y calor de puerto; y, en medio de la algarabía, el joropo incandescente trajo recuerdos de las vitrolas de la zona roja de Villavicencio, donde la música era refugio y tentación. Bandejas de mamona, arepas, cachamas fritas y mazorcas pasaban de mano en mano; las botellas de aguardiente recorrían la fiesta como antorchas encendidas. Los niños, ajenos a la hora, corrían tras luciérnagas que encendían y apagaban su luz como faroles errantes.
En un instante de pausa, Julián miró alrededor: Ángela y Ramiro brindaban; Roberto conversaba animado; Johana giraba con un vestido que parecía tejido de luz.
El buen bailar de Julián y la risa sin freno de Johana quedaron suspendidos bajo el cielo inmenso del llano.
Y así, Sebastopol ardió esa noche como un faro en medio de la sabana.

Epílogo — El puente, el Bohío y el horizonte
Mucho antes de que la hacienda se llamara Sebastopol, Johana había tomado el Land Rover para ir a recoger a la tía Beatriz. La quebrada se cruzaba entonces por dos troncos desnudos y resbaladizos. Detuvo el campero antes de arriesgarlo, bajó y caminó por un paso pedregoso hasta encontrarla. La ayudó a subir, y juntas emprendieron el regreso, con el viento tibio de la sabana entrando por las ventanillas.
Eso fue en otro tiempo. Ahora, sobre esa misma quebrada, se alzaba un puente de arco atirantado, metálico y elegante, uniendo las orillas como si siempre hubieran estado destinadas a encontrarse. Ya no hacía falta winche ni snorkel; bastaba cruzar despacio, sintiendo el rumor del agua y la vastedad del horizonte.
Beatriz siguió viviendo siempre en el Bohío. Lo había convertido en una casa de teja de barro y paredes pisadas, con baldosín tipo dominó, gallinas ponedoras y gatos que se adueñaban de los corredores. Entre la radio, las novelas y la sombra fresca del patio, el tiempo allí caminaba a otro ritmo. Al fondo, una alcoba permanecía impecable, siempre lista para recibir a Johana y a Julián.
Al caer la tarde, Beatriz sacaba la vihuela o el acordeón. “Venga al tire”, decía, y se lanzaba con una tonada y luego otra, de esas con más malicia que una limonada y más ají que una cazuela. La música subía por entre los árboles, rozaba el arco del puente y se perdía en la sabana.
Quien escuchara desde lejos —quizá desde la carretera— podría sentir un impulso extraño, casi urgente, de seguir el sonido. Y entonces, sin pensarlo mucho, girar el volante hacia donde el camino se pierde en el horizonte… solo para ver adónde lo lleva la vida.







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