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El hombre del Land Rover - XI

Capítulo 11: Sebastopol Por: Daniel Correa Senior

Edición: Juan Daniel Correa Salazar

@juandanielcorrea

@musica_creativa_de_colombia


El mayordomo partió antes del amanecer, montado en un zaino que parecía conocer la ruta sin que nadie le guiara. No volvió la cabeza hacia la casa. El trote se hizo galope, y el galope, eco lejano, hasta deshacerse en la línea temblorosa del horizonte. Iba hacia el pueblo más cercano, como si allí pudiera purgar culpas en el fondo de un vaso. Tres días después lo hallaron acribillado en la puerta de una cantina, envuelto en el mutismo espeso de una riña que nadie quiso contar. Así pagó su deuda: sin confesión, sin absolución.


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De Clara no quedó más que la huella de su belleza, tan aguda como un cuchillo recién templado. Unos decían haberla visto en un puerto; otros juraban que subió a un barco de bandera extranjera y se perdió rumbo al Caribe. La verdad se evaporó, quedando apenas el destello de su silueta, como luz atrapada en un vaso roto. Los viejos, al narrarlo, bajaban la voz para decir que se desvaneció entre las sombras y que el demonio —ese que mira desde la Nariz del Diablo— tiene rostro de mujer.


Con los fantasmas en su sitio, Julián y Roberto quedaron frente a la hacienda, solos. Julián, con el entusiasmo intacto; Roberto, con un corazón roto que ya no buscaría consuelo en el amor, pero sí fuerza en el trabajo. Enterró la nostalgia y se volcó en criar ganado, sembrar cereales y ordenar la tierra con una disciplina que nunca antes tuvo. Clara le había quitado algo que no se recupera, pero le dejó otra cosa más rara: un temple de hierro para resistir cualquier tormenta.


Julián, en cambio, no se dejó alcanzar por la melancolía. Sabía que en los llanos, la vida puede ser dura, pero también pródiga con quien se atreve a soñarla. Y él soñaba en voz alta. Cambió el nombre de la hacienda: ya no sería La Soledad, sino Sebastopol, como el palacio de invierno de los zares. No habría mármoles ni candelabros, pero tampoco faltaría nada que la vida pidiera. Y sobre todo, habría un centro, una razón para quedarse: Johana.


Nunca olvidaría aquella noche sin luna en la que el camino se cerró antes de tiempo. Julián, forzado a detenerse en el Bohío —donde conocería a la tía Beatriz y, sobre todo, a ella— decidió esperar a que el río bajara. Dejó el Land Rover junto al corredor de madera y entró buscando calor y aguardiente.


Ella estaba allí. Vestía con sencillez y reía de un modo capaz de desarmar cualquier defensa. Sus ojos verdes, profundos como un río en sombra, parecían guardar la memoria de cosas que nadie más sabía. Julián la vio entre el humo de las lámparas de keroseno y el aroma a café recién colado, y desde ese instante la guardó en el lugar más íntimo de su memoria.


No era solo la belleza: era la forma en que lo miraba, como si estuviera a punto de confiarle un secreto, y esa voz de caramelo, dulce y tibia, que lo envolvía cada vez que pronunciaba su nombre. Esa noche conversaron hasta que el canto de los gallos anunció el día. Entre recuerdos de caballos, ciudades y el olor a mangos verdes que traía el viento del este, Julián entendió que aquel cruce de caminos no era obra del azar.


Después del exorcismo —o lo que fuera aquella cura que devolvió a Roberto a la calma—, Julián decidió marcar el inicio de una nueva etapa. Anunció que se casaría con ella. No sería una boda improvisada ni de papeles urgentes, sino una celebración destinada a vivir en la memoria del llano. Quería que la música resistiera hasta que el amanecer se colara por las ventanas, que las risas quedaran tatuadas en las paredes, y que cada paso de baile fuera una bendición sobre Sebastopol.


Aquella noche, el Land Rover relucía junto al portón, perlado de rocío y envuelto por la bruma del atardecer llanero. Johana llegó del brazo de Julián, y por un instante el mundo pareció quedarse quieto. Él la miraba como si estuviera viendo el primer amanecer después de un invierno largo. La fiesta fue un río desbordado: tambores, clarinetes, porros y joropos que se mezclaban con risas y polvo de baile. Julián, consciente de que estaba fundando una tradición, la tomó de la mano y bailó con ella como si cada canción fuera la última. Ella, con la falda girando como remolino, parecía reír con todo el cuerpo.


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Los músicos lo seguían como si su paso dictara el compás, y cada vez que se detenían a beber, lo hacían brindando por el amor, por la hacienda, por los años que vendrían. Roberto, más sobrio, bebía y observaba, dejando que el sonido de los tambores borrara por unas horas cualquier sombra.


Esa noche, sin que nadie lo declarara, quedó pactado que la fiesta se repetiría cada año. Lo que empezó como una unión encendida por el amor y la música se convirtió en un ritual: una noche para ahuyentar las sombras y recordarle al llano que, pese a las pérdidas, siempre habría un motivo para brindar, bailar… y vivir.

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