El hombre del Land Rover - X
- musicacreativacol
- 16 dic
- 5 Min. de lectura
Capítulo 10: La noche que respiró
Por: Daniel Correa Senior
Edición: Juan Daniel Correa Salazar
@juandanielcorrea
@musica_creativa_de_colombia
El reloj de pared marcó las nueve y luego se negó a seguir contando. En la sala, el aire tenía el espesor de la trementina: ardía en la nariz y dejaba un gusto amargo en la lengua. Afuera, el Llano rugía con su música de bichos y viento; adentro, la casa parecía contener la respiración.
Beatriz abrió su bolso de cuero sobre la mesa. Colocó, con un orden que no era casual, un cuenco de barro, un trozo de carbón, un manojo de hojas secas, una bolsita de tela con semillas pequeñas, una botella de vidrio barnizado que guardaba un líquido verde oscuro. No explicó nada. No pidió permiso.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Clara, apoyada en la jamba de la puerta, la voz envuelta en una cortesía cortante.
—Limpiar —dijo Beatriz, y encendió el carbón.
El humo subió como una serpiente clara. Tenía olor a monte fresco, a río y a fogón.
Beatriz dejó que el cuenco respirara la casa, que trazara su ruta por las esquinas, debajo de la cama, sobre el respaldo del sillón donde Roberto se hundía como si el mueble lo estuviera tragando. Luego tomó el vaso turbio que solía aparecer junto a él y lo olió sin disimulo. Sus ojos —verdes, hondos— se achicaron un segundo.
—Almendra amarga —dijo—. Y otra cosa… vieja y traicionera.
Clara sonrió sin alegría.—Tonterías. Es para el sueño.
—Para que no despierte —completó Julián, sin apartar la vista de ella.
El mayordomo dio un paso, machete al cinto. No dijo palabra, pero su gesto dijo “basta”.
Beatriz lo miró por fin, de arriba a abajo, como se mira una alambrada antes de decidir por dónde se pasa.
—Tú sabes hacer nudos. Los has hecho alrededor de esta casa —dijo—. Pero los nudos también se cortan.
Cogió la botella verde y con un cuentagotas dejó caer tres gotas en un vaso con agua clara. Batió con la cuchara. La habitación se llenó de un olor agrio, como de semilla tostada. Tomó el brazo de Roberto y, con la paciencia de quien le habla a un niño febril, le acercó el vaso a los labios.
—Poquito, hijo. A sorbos —susurró.
Roberto tragó. El cuerpo le tembló como a caballo con fiebre. El sudor le estalló en la frente. Beatriz tomó el rosario de su propio cuello y lo dejó sobre el pecho hundido, como si ajustara una brújula. Luego extendió las hojas sobre el cuenco, que chisporrotearon. El humo cambió de color: del blanco lechoso al gris claro que huele a lluvia que viene.
Johana, detrás, vigilaba la puerta. Julián se paró frente al mayordomo, no con fuerza —lo sabía más fuerte—, sino con decisión: no pasas.
—Te conviene no meterte —dijo el hombre, apenas audible.
—Ya lo hice —respondió Julián.
Clara tomó entonces una táctica distinta. Sonrió, caminó hasta Roberto y le acomodó la almohada con delicadeza. Se inclinó sobre él más de lo necesario. Beatriz le sostuvo la muñeca en el aire, con una mano. No hubo grito. Solo un “no” que llenó la habitación.
—¿Qué cree que hace? —estalló por fin Clara.
—Quitar la mano —dijo Beatriz—. Ya tocaste demasiado.
El cuerpo de Roberto empezó a expulsar una saliva espesa, amarga. Tosió, primero leve, luego con esa tos que arranca desde adentro. Se dobló; los ojos se le llenaron de lágrimas; buscó aire. Beatriz lo sostuvo como si hubiera nacido para eso, con la firmeza que evita el pánico.
—Déjalo —le dijo a Julián—. Esto tiene que salir.
En la mesa, el vaso turbio vibró con el golpe de la tos. Dentro, la cuchara dio un pequeño campanazo. Fue un sonido mínimo, pero todos voltearon. Y entonces se escuchó otra cosa: desde la cocina, el goteo de una botella cayendo al suelo de tierra. Johana fue la primera en moverse. Encontró, detrás del fogón, una bolsa de papel con goteros y frascos sin etiqueta. Uno, vacío, decía a mano: “Tónico”.

Johana lo llevó a la sala y lo dejó frente a Clara.
—¿Esto también es para el sueño?
La mujer se quedó muda un segundo. Después, con una calma incomprensible, dijo:
—Para el nervio. Roberto siempre ha sido nervioso.
El mayordomo se movió; un paso hacia Clara, otro hacia la puerta, como animal que no decide si ataca o corre. Beatriz, sin mirarlos, continuó trabajando: frotó las semillas sobre la lengua de Roberto, limpió con un paño su boca, dejó otras tres gotas en su agua. Le mojó la frente con el líquido del frasco barnizado, haciendo una cruz lenta, precisa.
—Esto no es brujería —dijo, como si leyera en voz alta lo que pensaba alguien más—.
Esto es devolverle al cuerpo lo que le quitaron.
La respiración de Roberto cambió de ritmo. No estaba bien, pero había un orden nuevo. El color de su piel dejó de ser amarillo para subir apenas hacia un tono humano. Cuando abrió los ojos, todavía perdió foco… hasta que vio el brillo de metal junto a su pecho: la cadenita de la Virgen, la misma que horas atrás lo había traído a la orilla.

—Julián —dijo, ya sin romper la palabra.
Clara dio un paso frente al sillón.—Amor, te estás desgastando. Deberíamos descansar…
—Basta —dijo Roberto, y aunque la voz era baja, tenía la autoridad de quien regresa de un sitio oscuro.
Un trueno seco, rodó a lo lejos. El soplo del Llano entró por las rendijas y las cortinas se movieron como si alguien caminara por la casa. Beatriz recogió el cuenco y lo pasó por las esquinas, por debajo de la cama, por el marco de la puerta. El humo encontró algo cerca de la alacena y se volvió negro por un instante.
—Aquí —dijo.
Detrás de unas mantas dobladas, Johana descubrió un frasquito más, este con etiqueta de botica vieja: “Ars.”, letras minúsculas, tachadas con lápiz. Lo sostuvo en alto y nadie preguntó qué significaba. No hacía falta.
El mayordomo lo entendió antes que nadie. Aflojó los hombros, como si soltara un peso que llevaba días. Miró a Clara, buscando una orden. No la encontró.
—Vete —le dijo Beatriz sin subir la voz.
Él todavía dudó, el instinto de macho cruzado con el miedo. Julián dio un paso, otro. No lo tocó. Solo se quedó entre él y Roberto. El hombre bajó la mirada y salió, no corriendo —todavía tenía orgullo—, pero sin volver la cara.
Clara se quedó sola, erguida, impecable. Sostenía la máscara de la dignidad con los dientes.
—Todo esto es teatro —dijo—. Ustedes no entienden esta tierra. Aquí la gente se muere así, de cansancio.
—La gente se muere de muchas cosas —respondió Beatriz—. De cansancio, de tristeza, de bala. Pero no de una cuchara.
El silencio cayó como un telón. Johana dejó el frasco sobre la mesa. La lámpara de queroseno hizo un pequeño soplo y la llama se volvió más alta. Afuera, la primera lluvia fina empezó a dibujar puntitos sobre el polvo del patio.
Roberto, exhausto, se recostó. Buscó con la mano la de Julián y la encontró. Cerró los ojos. Beatriz le acercó el cuenco por última vez, dejó que el humo lo envolviera, y habló, no como quien reza, sino como quien dicta un pacto:
—Aquí manda la vida. La noche puede quedarse, pero respira.
Clara bajó la vista. No dijo más. El golpe del agua en el techo creció. La casa, que había olido a encierro todo el día, empezó a oler a tierra mojada.
Johana salió al corredor y se quedó mirando el Land Rover bajo la lluvia, como si el carro también respirara. Julián se sentó en el borde del sillón, sin soltar la mano de su hermano. Beatriz guardó, una a una, sus cosas en el bolso.

Cuando la hora sin nombre pasó, Roberto dormía por fin un sueño limpio. La llama de la lámpara dejó de temblar.
Fue entonces —solo entonces— cuando el reloj de pared decidió moverse y marcó, obstinado, las diez. Y la casa, por primera vez en meses, exhaló.







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