El hombre del Land Rover - IX
- musicacreativacol
- 11 dic
- 4 Min. de lectura
Capítulo 9: Beatriz: el regreso de la luz
Por: Daniel Correa Senior
Edición: Juan Daniel Correa Salazar
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La noche había caído sobre la hacienda con un peso húmedo, como si el aire se hubiera espesado para dificultar la respiración. El llano, que de día parecía infinito, se cerraba en la oscuridad como una mano gigantesca y silenciosa. Las chicharras, incansables, marcaban el compás de un tiempo detenido. Entre los árboles, sombras largas se estiraban hasta confundirse con la tierra.
Julián permanecía en el corredor de tablas viejas, fumando despacio. El cigarrillo ardía como un pequeño faro en medio de la penumbra. Adentro, su hermano Roberto dormía, pero no era un sueño natural. Desde que había sacado la cadena de la Virgen del Carmen y la luz del reconocimiento había brillado fugazmente en los ojos de Roberto, todo había vuelto a oscurecerse. Ese momento de conexión había sido un relámpago en una tormenta interminable: breve, intenso, y seguido por más tiniebla.

La mujer que se hacía llamar Clara merodeaba por la casa como un perfume envenenado. No había un solo gesto suyo que no pareciera medido para impresionar o controlar. Tenía la belleza pulida de esas mujeres de finales de los años cincuenta que llenaban las portadas de revistas como Cromos o Vanidades, pero con un filo apenas perceptible, como de navaja recién afilada.
El vestido claro que llevaba caía impecable sobre su figura, pero sus manos —largas, cuidadas— sostenían a veces un vaso con un líquido turbio que removía con parsimonia antes de llevarlo a Roberto. El olor era casi imperceptible, una mezcla de hierbas secas, almendra amarga y algo metálico. Julián había visto ese gesto tres veces desde que llegó.
En el patio, el mayordomo cortaba leña. El sonido del hacha era un golpe seco, seguido de un silencio que duraba un poco más de lo normal. No parecía trabajar; parecía marcar el tiempo de algo que solo él y Clara sabían.
La historia de esas tierras pesaba en el aire. Eran tiempos en que el Llano aún guardaba cicatrices frescas de la violencia: desplazamientos, venganzas y alianzas selladas en cantinas más que en notarías. Los hombres aprendían pronto que la tierra podía darlo todo y también quitárselo todo. Julián lo sabía, pero lo que sentía en esta casa iba más allá de la dureza del territorio: aquí había algo deliberado, una podredumbre que no venía del clima ni de los negocios, sino de adentro.
Fue entonces cuando, a lo lejos, el silencio de la noche se quebró. Primero un murmullo, apenas un rumor de engranajes, luego un rugido metálico que creció, acercándose por la trocha. Julián reconoció el sonido del Land Rover antes de verlo. Un par de faros surgieron de la negrura, cortando las sombras de los árboles como cuchillas de luz. El motor se apagó con un suspiro grave, y del asiento del conductor bajó Johana.
Llevaba el cabello suelto, enredado por el viento y la humedad, y una mirada firme que no admitía réplica. Sin prisa, abrió la puerta trasera del vehículo. De allí descendió una mujer alta, envuelta en un chal oscuro, cuyos pasos parecían no tocar el suelo. La luz tenue del corredor reveló un rostro de facciones serenas pero firmes, y unos ojos de un verde profundo,
como el de ciertos ríos que guardan secretos en su fondo.
Beatriz.
Su sola presencia alteró la atmósfera. No era solo que entrara con decisión, sino que traía consigo una calma antigua, como la de esas personas que saben exactamente a qué han venido. Llevaba un bolso de cuero gastado que colgaba de su hombro, pesado de un contenido que nadie preguntó.
Entró en la casa sin saludar a Clara. Caminó directo hacia la habitación de Roberto. Clara, al verla, contuvo la respiración un instante, pero luego sonrió, esa sonrisa suya que parecía hecha de azúcar y vidrio molido.
—Usted debe ser Beatriz… —dijo Clara, intentando sonar cortés.—Yo soy quien viene a cuidar lo que es mío —respondió Beatriz sin mirarla.
Julián la siguió hasta la habitación. Roberto yacía en el sillón, los párpados apenas entreabiertos, el pecho moviéndose con dificultad. Beatriz se inclinó y le tomó la mano. Sus dedos, firmes y cálidos, parecieron arrancar un suspiro del cuerpo debilitado. Él murmuró algo, un sonido roto que apenas formaba su nombre.
—Tranquilo, hijo, ya estoy aquí —dijo Beatriz, y en su voz había más poder que en cualquier amenaza.

Johana se quedó en la puerta, los brazos cruzados, observando la escena. El mayordomo apareció en el marco, con el machete colgando del cinturón. Beatriz no le dedicó una mirada, pero dijo con una calma que helaba la sangre:
—En esta casa no hay lugar para las sombras.
La tensión se volvió tangible, como si todo en la habitación esperara que alguien respirara primero. Clara, rígida, se apoyó en el marco de la ventana. El mayordomo apretó la mandíbula. Julián entendió que algo había cambiado en ese instante: no era solo que Beatriz hubiera llegado, era que la casa, el aire, la noche misma, sabían que el equilibrio de fuerzas acababa de romperse.







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