El hombre del Land Rover - II
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Capítulo 2: Lo que se escribe en tinta, pero se siente en sangre
Por: Daniel Correa Senior
Edición: Juan Daniel Correa Salazar
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Robertico firmó sin leer. No porque no supiera, sino porque no quería entender. La letra era pequeña, con adornos solemnes que parecían burlarse de él:
“Reconocimiento formal de donación entre vivos, según voluntad del causante, ciudadano Roberto Henao Ramírez.”

Las manos le sudaban. La pluma se le resbalaba. Lo obligaron a usar tinta negra. “Para que quede legal”, dijo el notario, un hombre alto, con la piel reseca y la voz que sonaba a mueble viejo.
Tenía quince años. Pero en esa oficina, rodeado de adultos con trajes de paño y miradas afiladas, la edad era un estorbo. A nadie le importaba su juventud. Lo único que valía era que era el sobreviviente, el heredero. El que quedaba.
Firmó.
La firma salió torcida, encogida, como si el miedo hubiera guiado la mano. Nadie comentó nada. Apenas un murmullo seco, el sonido de un sello golpeando el papel, el repiqueteo del reloj de pared que marcaba cada segundo como un martillo.

Robertico salió de allí con el sobre bajo el brazo, como quien carga un ataúd en miniatura. La calle hervía con vendedores de lotería, buses roncando humo, voceadores de mangos maduros. Pero él caminaba sin escuchar. Afuera todo era ruido; adentro, silencio.
En la casa del Ricaurte, Ángela revolvía una sopa de arroz con papa y un hueso comprado en la plaza. Cocinaba lento, como hacen las mujeres que piensan mientras mueven la cuchara. Lo vio entrar. Vio el sobre. Lo dejó sobre la mesa sin decir palabra. Ella sirvió chocolate, y preguntó al fin:
—¿Y esto?
—Es lo de la donación. Lo de mi papá.
No hizo falta más.

Ángela lo abrió, lo leyó, y sintió el papel como si cargara piedras. Ya no era rumor ni pesadilla: la muerte de Julia y de Roberto estaba allí, fría, sellada, notariada.
Ella no lloró frente a él. Esperó a que subiera, cerró la puerta del baño, y lloró en silencio. Como lloran las que no tienen derecho a quebrarse.
Esa noche Robertico escribió en su cuaderno azul de espiral. Nadie supo qué palabras puso allí. Ángela lo escuchaba desde el corredor, el roce del lápiz contra el papel, como si ese sonido fuera la respiración misma del muchacho.
A veces la vida se decide en gestos mínimos:
Una firma. Una olla al fuego. Un cuaderno que no se comparte.
Y una mujer, sin apellido Henao, que entendió que desde entonces dos vidas quedaban bajo su sombra.



