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El hombre del Land Rover - VIII

Capítulo 8: Donde la sangre reconoce


Por: Daniel Correa Senior

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Edición: Juan Daniel Correa Salazar

@juandanielcorrea

@musica_creativa_de_colombia


Roberto tardó en reaparecer. El ruido de pasos llegó antes que su sombra, como si cada movimiento le costara negociaciones con un cuerpo viejo, a pesar de que todavía no era viejo. Cuando se asomó a la puerta, Julián sintió un golpe seco en el pecho: el hombre que estaba allí apenas recordaba al hermano que conoció.


Era hueso envuelto en piel amarillenta, con los hombros caídos y los ojos hundidos como pozos a media noche. Llevaba una camisa de dril manchada y abierta hasta el esternón, revelando un pecho enjuto y una respiración que parecía arrastrar piedras. El pelo, antes negro y peinado con disciplina, ahora era un mechón rebelde y desordenado, con vetas de un blanco prematuro.


—¿Roberto? —repitió Julián, pero fue un reflejo más que una pregunta.


El hombre lo miró, ladeando la cabeza, como si intentara reconocer una canción antigua. Nada. Solo confusión. Entonces Julián, sin pensarlo, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la cadenita de la Virgen del Carmen, la misma que Roberto le había dado cuando partió a la ciudad siendo muchacho, y que él había guardado siempre como un talismán.

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La cadena colgó entre ellos como un puente frágil. Los ojos de Roberto se agitaron, como si una brasa hubiera revivido bajo la ceniza. Un temblor recorrió sus labios:


—Jul… ián…


Apenas un susurro, pero era suficiente. El corazón de Julián se apretó. Dio un paso hacia adelante, pero antes de que pudiera abrazarlo, una voz femenina cortó el aire.


—Roberto, tienes que descansar.


La mujer apareció detrás de él. Alta, con una belleza de filo: piel blanca, facciones finas, un vestido de algodón claro que la envolvía como si acabara de bajar de una portada de revista.


Pero había algo más, algo turbio en la forma en que posó la mano sobre el hombro de Roberto, como si ese gesto fuera a la vez un acto de cuidado y de dominio.


—Soy Clara —dijo, sonriendo a Julián—, la mujer de Roberto.


Johana, que había bajado del Land Rover y se mantenía un poco atrás, la recorrió con la mirada. No hizo falta más de un segundo para que un instinto antiguo le soplara al oído: algo en esa mujer estaba pudriendo la casa desde adentro.


Clara condujo a Roberto hasta un sillón bajo, junto a una ventana cubierta con cortinas pesadas. Él se dejó caer, como si sus músculos fueran ya un recuerdo. Julián notó que en la mesa había un vaso de cristal con un líquido turbio y una cuchara a medio usar. El olor era leve, pero no agradable.


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—¿Qué le pasa? —preguntó Julián.


Clara encogió los hombros. —Ha estado enfermo desde hace meses. El clima, los negocios, el estrés… Ya sabe cómo es esto en El Llano.


Pero Julián no sabía. Y Johana menos. Se acercó hasta quedar junto a él, y, con voz baja pero firme, soltó:


—Hay que traer a Beatriz, mi tía.


Clara sonrió, pero en sus ojos hubo una chispa de desdén. —Aquí no necesitamos más visitas.


—No es una visita —respondió Johana, y sus palabras sonaron como una sentencia.


Se giró hacia Julián y le dijo: —Voy yo.


Julián dudó. —Es lejos… y el río…


—No te preocupes por mí.


Y entonces lo vio: la forma en que Johana tomó las llaves, se montó al Land Rover y encendió el motor con la seguridad de quien no pide permiso ni da explicaciones. Ajustó el espejo, sonrió apenas y arrancó, con el winch vibrando como si también aprobara la decisión.


Fue ahí, en ese instante, mientras la veía alejarse por el camino de tierra tragado por el bosque, que Julián supo que ese amor no sería de temporada. Lo que había nacido en aquel bohío no se iba a apagar.


En la puerta, el mayordomo observaba la escena con el ceño fruncido. Un hombre robusto, con machete al cinto y una mirada que parecía medir cada movimiento de Julián. Lo había visto apenas al llegar, cuidando el corral y evitando hablar. Ahora, al cruzarse sus miradas, Julián entendió algo que más tarde confirmaría: ese hombre estaba del lado de Clara. Y no solo del lado: estaban juntos en algo más oscuro.


Esa noche, mientras Roberto dormitaba bajo el peso de un sueño pesado y Clara desaparecía a ratos sin decir a dónde, Julián se quedó en el corredor, fumando despacio y mirando hacia la trocha por donde Johana se había ido. En la espesura, el canto lejano de un ave nocturna sonó como un presagio.


En algún punto del monte, Beatriz ya debía estar preparándose. Y si lo que Julián sospechaba era cierto, su llegada no sería solo una visita: sería un exorcismo.

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